lunes, 31 de mayo de 2010

Capítulo II: La bandana roja

Abandonamos el pequeño pero ocioso local con la certeza de no haber suscitado interés alguno para los lugareños que allí se reunían. Las charlas y las disputas llenaban el ambiente y habría sido imposible para alguien dos asientos más alejados de nuestra posición el hecho de poder escuchar nuestra conversación.
Caminamos apenas unos minutos cuando llegamos a una destartalada y erosionada tienda de chatarra y pequeños droides reparadores de color amarillo con la misma arenosa apariencia que el resto de las edificaciones de la pequeña metrópolis. Ruudsti apartó la cortina de la entrada con el brazo y me hizo pasar a un pequeño salón en la trastienda del local donde podía verse un hueco en la pared con una gran ventana. El pequeño rincón estaba compuesto por unos cojines dispuestos arbitrariamente alrededor de una pequeña mesa de madera de marfil de japor y, sobre esta, una bandeja de fibra verde y pequeñas vasijas para servir agua destilada procedente de las granjas de humedad de Tatooine. Nos acomodamos tranquilamente entre los cojines mientras dos grandes y delgados aunque bien armados droides custodiaban la parte comercial del local para tranquilidad de mi rodiano anfitrión.


-Esto ya está mejor -dijo Ruudsti con un tono mucho más relajado mientras servía agua destilada en las pequeñas vasijas verdes a juego con la oronda tetera y la bandeja.
-.Muy amable. Deje que me presente. Mi nombre...
-Su nombre es algo que no me concierne y que prefiero no saber -se apresuró a interrumpir el comerciante- Y yo que usted me andaría con más cuidado al decir su nombre por estos lugares. Además, sé de sobra quién es- Me encontraba situado en un punto intermedio entre la estupefacción y la precaución- Sus escritos y viajes le preceden. Pero mucho me temo que ha venido a perder el tiempo a Tatooine, erudito Koteff.

Pese a su seca intervención Ruudsti estaba en lo cierto. Tatooine no era un lugar seguro en absoluto si no pertenecías a alguno de los gremios que realizaban transacciones en el lugar. A parte de los traficantes, comerciantes y los corredores de apuestas de las carreras de swoops y vainas, durante mucho tiempo Tatooine se vio transitada por numerosos cazadores furtivos en busca de piezas únicas y trofeos de gran valor en el mercado galáctico. Pero con el paso de los años se terminó prohibiendo la caza debido al diezmado número de animales exóticos que quedaron y los cazadores se vieron obligados a abandonar el planeta por otros sistemas más provechosos. Tras hacer una breve inflexión sobre lo que Ruusti me aconsejó volví a formular mi pregunta antes de pronunciarla.

-Me cuesta creerlo, señor Ruudsti. Hace unos años me topé con un toydariano que conoció a un ya difunto anciano, el cuál aseguraba haber leído unos códices acerca de la ancestral historia de Tatooine y su hecatómbico pasado.
-Desafortunadamente, mi peludo amigo, si alguna vez ha existido alguna veracidad alrededor de esos cuentos yo nunca he podido corroborarlos, pues son muchas las leyendas que circulan dentro de Tatooine-concluyó mi verdoso conversador-.

Su respuesta no fue la que esperaba, pero aún así no podía dejar pasar la ocasión de obtener algún tipo de información por pequeña que fuese para comenzar. De más era sabido el recelo con el que algunas tribus atesoraban su legado. Pero no era el caso de los rodianos. En cambio, estaba convencido de que sí lo era en cuanto a Ruudsti, pues conocía bastante bien el lugar y en su trastienda había visto algunos símbolos culturales tusken. Tenía dónde probar suerte.

-Puede que no haya formulado correctamente mi pregunta, señor Ruudsti, pero ¿Qué puede decirme acerca de las criaturas más antiguas del planeta?- el rodiano trató de ocultar su sobresalto tras la taza mientras daba un sorbo.
 -Supongo que lo sabrá -comenzó tras un profundo suspiro- pero las banthas únicamente sirven para el ganado y no suelen resultar muy habladoras -expuso el rodiano en un desesperado intento de desviar mi atención- A parte de las banthas, los hutts, los jawas y demás especies que puede ver comerciando por aquí, no creo que consiga mucho más- Mi estrategia parecía no dar resultado, de modo que arriesgué con una argucia más directa.
-¿Qué puede decirme sobre los moradores de las arenas?- Pregunté directamente tentando mi suerte y la paciencia de mi anfitrión.

Ruudsti dejó su taza sobre la bandeja y tomó aire profundamente adquiriendo una pose reflexiva. No parecía molesto pero sí pude observar cómo sus llamativas antenas se plegaban un poco en señal de perturbación. Eché un vistazo alrededor de la habitación y pese a no ser excesivamente decorosa contaba con infinidad de adornos y artefactos de multitud de culturas y tribus. Estaba claro que Ruudsti no era un comerciante cualquiera y que las carreras no eran su verdadera pasión y con el tema de los tusken no hice sino irritarle, de modo que me dispuse a marcharme no sin antes agradecer y despedirme de mi anfitrión.

-Siento haberle molestado, señor Ruudsti. No era mi intención ofenderle y siento mucho haberle hecho perder el tiempo deliberadamente.
-No se trata de eso, amigo bothan- el silencioso rodiano hizo una pausa y dejando definitivamente la taza sobre la mesa tras acabar el agua se dispuso a incorporarse. Se alejó unos metros del hueco donde nos encontrábamos y se aproximó a la pared del fondo donde se hallaban colgados una lanza y un rifle harapientos de origen tusken a juzgar por su apariencia- La historia de este planeta se remonta mucho antes de la gran guerra en Mandalore, pero por desgracia no puedo contársela porque no la sé. Nadie la sabe.
-Vaya. No es la respuesta que esperaba- Dije con aire de decepción.
-No me cabe duda y lamento que mis palabras no satisfagan a su curiosidad -mi anfitrión comenzaba a notar mi decepción tras el sentimiento de fracaso que atenazaba mi corazón- Los únicos que llevan aquí tanto tiempo como los dos soles son los tusken -mis puntiagudas orejas dieron un nervioso latigazo regresando a su estado de excitación usual y volví a prestar atención a Ruudsti- pero esa sanguinaria tribu no está abierta al púbico y mucho menos a los forasteros. Si le ven acercarse a menos de tres sectores, le dispararán sin vacilar. Y si ellos no le matan, lo harán las bestias del mar de las dunas.
-Entonces no tengo por qué hacerle perder más de su valioso tiempo, querido amigo -concluí- Ha sido muy amable, pero he de seguir mi camino hacia Nam Chorios.
-Ah -exclamó prolongadamente-  Nam Chorios. Largo tiempo sin haber escuchado ese nombre, me temo -parecía haber hecho saltar algún resorte en la verde cabeza de mi anfitrión con mi última frase- Quizás su viaje no haya sido del todo en vano.

Ruudsti se acercó a un viejo cofre maltrecho por el que se podía ver cómo la luz lo atravesaba entre las rendijas de madera vencida y carcomida. Con ambas manos hizo girar el cofre unos noventa grados aproximadamente sobre su esquina trasera izquierda, dejando ver así un pequeño compartimento que habría permanecido oculto a cualquiera que no conociese el pequeño receptáculo. Desplazó con mediano esfuerzo la roca rectangular en forma de bloque que hacía al misterioso hueco desaparecer entre los demás lugares del piso amarillento y arenoso y obtuvo un diminuto objeto envuelto en una larga venda roja que en su día debió servir de atuendo para el cuello o la cabeza -¡Ah! Aquí estás. He estado conservando esta maravilla desde hace décadas- Tras un alegre y reconfortante gesto de tranquilidad y paz al comprobar que el bulto permanecía inalterado Ruudsti se acercó de nuevo al lugar donde habíamos estado charlando minutos antes, volvió a sentarse y colocó el misterioso objeto envuelto sobre la mesa apartando previamente la vajilla verde.

-Venga, ábralo- Mi corazón iba a explotar. Un frenético sentimiento de curiosidad me hacía palpitar como si estuviera huyendo de un Rancor e hizo que mis alargadas y puntiagudas orejas caninas se plegasen hacia atrás como cuando un perro intuye una presencia que no puede iedntificar. Me dispuse a desenvolver el misterioso objeto, de modo que tomé un extremo de la roja bandana con mi garra derecha y con la restante comencé a girarlo para desenrollar la maraña de tela. Mi verdoso acompañante nos miraba al objeto y a mí con una mueca de risa nerviosa, como cuando entregas un regalo a alguien y esperas expectante a que lo abra.
-Tenga cuidado, amigo mío. Pues ese objeto, pese a no contar con un gran tamaño, es uno de los más valiosos de la galaxia por lo que una vez llegó a significar- Las palabras del agradable comerciante no hicieron sino ponerme aún más tenso y nervioso y me vi obligado a sacar mi lengua por el lateral izquierdo del hocico debido al calor que comenzaba a embriagarme.

Una vez hube terminado de desenmarañar el amasijo de tela roja pude ver con claridad lo que mi verdoso amigo guardó durante años tan celosamente y con razón. Era el objeto más hermoso y a la vez más tenebroso que había visto en muchos años y hubiera deseado no haberlo hecho nunca.

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